HACERSE NADA, PARA ENTRAR EN EL REINO

Publicado en por poemas-a-la-virgen-maria

 

Si ante Dios reconocemos que no somos nada, nada nos podrá ofender: así que, apartándonos de lo que nos perjudica o nos hace peligrar, hagamos en nuestro corazón que no exista realmente tal ofensa.


No que nos neguemos ante los hechos, no que nos ceguemos ante la realidad... sino que no nos valoremos tanto como para ser objeto perjudicado de unos y otra. Si yo me justificare, me condenaría mi boca; si me dijere perfecto, esto me haría inicuo; si fuese íntegro, no haría caso de mí mismo, despreciaría mi vida. (Job 9, 20-21). 

 

El humilde no se ofende, pues se conoce a sí mismo. No sintiéndose nada, nada pues, puede ofenderle. Ni busca reconocimiento de los hombres ni de ellos recibir honor y, por la misma razón, tampoco espera de ellos ofensa ni deshonor. Su honor es la obediencia a los sagrados mandamientos de Dios. 

 

Muchos creen que ser humilde es rebajarse, bajar la cabeza, hablar bajito, y privarse de todo lo que sea alegría. Es exactamente la descripción que hacía del cristianismo y de los cristianos Federico Nietzsche, el filósofo alemán. 

 

Pero el humilde sabe, mejor que nadie, gozar de los dones de Dios, tanto materiales como espirituales: porque conoce de dónde proceden y, al gozarlos, lo hace con gratitud al Dador, sabiendo ciertamente que todo don y sana alegría proceden de Dios, fuente de agua viva. 

 

Y lo que ello implica es que el humilde no tiene por qué hablar bajito, sino que basta con que lo que hable carezca de altanería, sin necesidad de adoptar un antinatural tono acomplejado de voz cuando habla. Disfrutará de la vida tanto más cuanto menos espere de ella, por cuanto lo que reciba lo percibirá como un maravilloso regalo. 

 

Su alegría puede ser exultante, porque estará libre de la frustración que un arrogante arrastra tras de sí al codiciar sin conseguir, metódicamente, aquello que no tiene. El humilde no baja la cabeza. Simplemente se muestra como es, natural, sin complejo de superioridad pero, igualmente, sin complejo de inferioridad. 

 

Además, y al no verse forzado a fingir, despliega una personalidad que otros descubrirán en él antes que en la forzada pantomima de un arrogante. 

 

Porque la humildad no es gesticular, lo que aparentemente piensa Nietzsche. Ni está reñida con la firmeza y la seguridad en los comportamientos. Ni mucho menos está desechada por las Escrituras: Esto habla y exhorta y reprende con toda autoridad. Nadie te menosprecie. (Tito 2:15) 

 

La humildad es de corazón, como enseñaba Jesús, a quien no se puede acusar de falta de personalidad; ni siquiera los ateos, que tendrán que reconocer que su figura ha marcado inequívocamente la veintena de siglos que han transcurrido desde su nacimiento.

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